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AARON JAMES

TRUMP

ENSAYO SOBRE LA IMBECILIDAD

TRADUCCIÓN DE DAVID LEÓN GÓMEZ

BARCELONA    MÉXICO    BUENOS AIRES    NUEVA YORK

ÍNDICE

 

 

 

CUBIERTA

PORTADA

DEDICATORIA

CITAS

INTRODUCCIÓN

1. EL PAYASO BOBO Y EL IMBÉCIL

2. ¿UNA FUERZA PARA EL BIEN?

3. EL DÉSPOTA

4. SALVAR EL MATRIMONIO

AGRADECIMIENTOS

NOTAS

CRÉDITOS

COLOFÓN

 

 

 

 

A la familia Gratteri, y a los Gratteri

que apoyan a Trump

 

 

 

 

Cuanto mayor sea la patraña,

más gustará al público.

 

P. T. BARNUM

 

 

Resulta imposible pasar

por alto en qué medida está

fundada la civilización sobre la

renuncia al instinto.

 

SIGMUND FREUD

INTRODUCCIÓN

 

 

 

Está claro que Donald Trump tiene cierta fijación con sus manos. Desde 1988 la revista Spy ha dado en calificarlo de «hombre vulgar de dedos cortos». Él, por su parte, ha tratado de rebatir semejante acusación con no menos regularidad; no ya porque le importe demasiado que lo tilden de rico trepador de escasa educación y enemigo de la clase intelectual, sino por lo segundo, tal como explicó Graydon Carter, uno de los fundadores de la citada publicación: «Todavía hoy recibo de vez en cuando un sobre de Trump en cuyo interior encuentro siempre una foto suya, por lo común recortada de una revista, con las manos marcadas con tinta dorada en un resuelto empeño por subrayar la longitud de sus dedos». A lo que añadía: «No puedo evitar sentir algo semejante a cierta pena por el pobre, porque, a mi ver, sigue teniendo los dedos anormalmente rechonchos».[1]

¿A qué se debe una preocupación tan peregrina? La respuesta se reveló durante uno de los momentos más deprimentes de la historia de Estados Unidos, cuando el debate presidencial del Partido Republicano de 2016 sumió la política de la nación en cotas de indecencia nunca vistas. Marco Rubio, senador por Florida, se había burlado de él por dicho rasgo físico, ante lo que Trump alzó los brazos y repuso: «¡Mirad estas manos! ¿Os parecen pequeñas? Pues él se ha empeñado en decir: “Si las tiene pequeñas, también tendrá pequeño algo más”. Pero yo os aseguro que por ahí abajo está todo bien. Os lo aseguro».

El episodio plantea la siguiente pregunta: ¿qué clase de imbécil alude al tamaño de su pene ante un público educado mientras nos pide que lo hagamos presidente de Estados Unidos y le confiemos, así, los códigos de lanzamiento de las armas nucleares, y con ellos el futuro de nuestros hijos, entre otras muchas cosas? Es más: ¿a qué clase de imbécil se le permitiría sobrepasar de continuo este tipo de límites y adquirir una popularidad cada vez mayor hasta ser elegido para representar a su partido en las elecciones presidenciales? ¿Es que no tenían a nadie con dos dedos de frente (el gobernador John Kasich, por ejemplo)? O, en caso de que no haya disponibles más que imbéciles, ¿por qué decantarse por el mayor de ellos, y no por uno de menor calado o por un ejemplar intermedio? ¿Qué tiene este imbécil que lo hace tan especial?

Ojo: no estamos preguntando si Trump es o no imbécil, porque a este respecto parece existir un consenso generalizado (¿o se le ocurre al lector un modo mejor de definirlo con una sola palabra?).[2] De hecho, para muchos de cuantos lo apoyan podría ser éste su mayor atractivo comercial. La pregunta es, más bien, qué clase de imbécil podría lograr una hazaña similar de un modo tan espectacular. O sea: se trata de una cuestión de «imbecilogía». Entre las muchas especies que pueblan el ecosistema de los imbéciles, ¿a cuál pertenece Trump con exactitud? ¿Debería cualificarlo tal cosa para ocupar cargos de relieve?

En una investigación anterior sobre la imbecilidad,[3] ofrecíamos una definición de los requisitos necesarios para ser imbécil en cuanto rasgo estable de personalidad. En este sentido, el imbécil es un tipo (por lo común suelen ser varones) que se arroga de manera sistemática una serie de ventajas en las relaciones sociales totalmente convencido —aunque no tenga razón— de que está en su derecho, cosa que lo inmuniza frente a las protestas de los demás.

Es decir, que reúne estas tres condiciones:

1)   se permite, de manera sistemática, ventajas particulares en las relaciones sociales;

2)   se ve motivado por el convencimiento (firme y errado) de que tiene derecho, y

3)   se siente inmune a las quejas del prójimo.

 

Estamos hablando del tipo que se salta su turno en la oficina de correos sin necesidad de que haya una emergencia, habla a voz en grito por teléfono en un ascensor lleno de gente, cruza tres carriles seguidos para estacionar su vehículo donde podrían haber cabido dos e insulta a quien le sirve el café porque no está como lo ha pedido. Puede ser que proceda así de manera sistemática y en diversos ámbitos de su existencia, y que se permita tales ventajas especiales porque se tiene por rico, por más inteligente que la media o por famoso. A diferencia del estúpido, que podrá ser desconsiderado por sistema pero no duda en disculparse («Lo siento: me he portado como un estúpido»),[4] un imbécil de verdad, aquel para el que el ser imbécil es un rasgo estable de personalidad, no hallará motivo alguno que lo lleve a pedir perdón o a escuchar siquiera los reproches de los demás: vive afianzado en el convencimiento de que está en su derecho y de que, por lo tanto, puede hacer oídos sordos.

El imbécil actúa impulsado por la firme convicción de ser especial y no estar sujeto, por lo tanto, a las normas de conducta comunes a todos los demás. Tal vez no abuse de manera deliberada de las relaciones interpersonales y se limite, sin más, a hacer caso omiso con obstinación de las expectativas usuales. Al situarse a sí mismo al margen de los demás, se siente cómodo incumpliendo las convenciones aceptadas por la sociedad, proceder que convierte en poco menos que un modo de vida. Es más: vive así sin esconderse demasiado. No se inmuta cuando lo miran con indignación o protestan. Es inmune a cualquier opinión, pues está convencido de no tener necesidad de responder a preguntas relativas a lo justo o aceptable de las ventajas que se otorga a sí mismo. De hecho, no es raro que muestre indignación cuando se cuestiona su comportamiento, pues lo entiende como una señal de que no se le está otorgando el respeto que merece.

 

Los grandes imbéciles de la historia, como Napoleón, Cecil Rhodes o Dick Cheney (dejando a un lado a psicópatas como Hitler o Stalin, que constituyen un caso aparte), han dado a menudo muestras de un sentido sólido de grandeza moral. Sin embargo, el derecho que se arroga Trump presenta un estilo de imbecilidad más novedoso, caracterizado por intentos de racionalización que, aunque muy discutibles, no dañan en absoluto su confianza. En cuanto a por qué debería gozar de facultades particulares (imaginemos que alguien le pregunta: «¿Qué es lo que te hace tan especial precisamente a ti?»), su respuesta podría ser tan sencilla como que es un triunfador o que le sobra el dinero. ¿Qué necesidad hay de ofrecer más razones? Soy rico. Soy un triunfador. Soy el mejor.

Cuando escribí sobre Donald Trump antes de su espectacular irrupción en el candelero político, he de reconocer que, al menos en un primer momento, mostré cierta incertidumbre a la hora de clasificarlo: ¿tiene más de payaso bobo que de imbécil, o viceversa?

 

Sencillamente —aseveraba— le gusta salir en la tele. Se le presenta de manera convincente como un imbécil en el documental Small Potatoes: Who Killed the USFL? (¿que quién acabó con la liga de fútbol americano de Estados Unidos?; pues el ego y la ambición de un solo hombre: Trump). Aun así, con el tiempo se ha convertido en algo más similar a un bufón mediático, aunque todo apunta a que no pretende bromear.[5]

 

Lo que aquí llamo payaso bobo es alguien que busca la atención y el entretenimiento de un auditorio sin llegar a comprender del todo la imagen que tiene de él su público. Sin embargo, ¿no parece evidente que Trump es imbécil, aunque sea sólo por burlarse de un periodista discapacitado, por tildar de «violadores» a los inmigrantes mexicanos ilegales o por sus comentarios descaradamente sexistas sobre la mujer («cabecita hueca»,[6] «tenía sangre en la mirada, tenía sangre... donde sea», «gorda cochina»)?[7] Podría pertenecer, por supuesto, a las dos categorías, la de payaso y la de imbécil, y, de hecho, esta mezcla de tipos de personalidad explica —en mayor medida de lo que fui capaz de apreciar en el momento de escribir aquellas líneas— su imponente ascensión en la política estadounidense. Examinaré la combinación con más detalle en el capítulo siguiente.

Otro ejemplar destacado de imbécil de la política reciente, que, de hecho, lo siguió de cerca en la lucha por la candidatura republicana, es el senador Ted Cruz. Aunque más inteligente y astuto que Trump, y en consecuencia menos atractivo —o quizá más inquietante—, tiene en su haber los siguientes logros destacados: 1) haber estado a punto de arrastrar la economía de Estados Unidos y del planeta a un nuevo desmoronamiento financiero de costes catastróficos para la clase obrera y las familias por las que dice estar luchando; 2) pronunciar discursos adulones, obsequiosos, untuosos y mojigatos de irritante tono jactancioso, y 3) haberse granjeado con gran rapidez el odio intenso de todos sus compañeros de Cámara. Tal como lo expresó el senador republicano Lindsey Graham: «Si matases a Ted Cruz en el edificio del Senado y el juicio se celebrara en el Senado mismo, nadie te condenaría».

En mi estudio anterior analizaba a los imbéciles del mundo de la política, pero partía para ello del hecho de que, en nuestra vida ordinaria, nos toca lidiar a menudo en el plano personal con un imbécil que no sólo es insufrible, sino lo suficientemente exasperante para hacer montar en cólera a quien en condiciones normales se muestra como un ser imperturbable; para quedar grabado a fuego en la memoria de uno como un hedor nauseabundo; para ganarse el nombre de cierta parte del cuerpo que llevamos siempre escondida en público, de la que muchos se creen separados y que no pocos desearían que no estuviera ahí. Tenía para mí que una definición podría ayudarnos a dar con la clave de lo que es ese «lo que sea» tan fastidioso, y que el comprender quién es y quién no es imbécil nos ayudaría a lidiar con la imbecilidad. Al ver con mayor claridad por qué la de imbécil es una denominación merecidamente desagradable para esta clase de persona, nos sería más fácil sobrellevarlos, tener una idea más precisa de por qué nos resultan tan inquietantes, saber cómo podríamos responder de un modo más productivo y determinar qué vale la pena combatir y qué no.

También me preocupaban la profusión de imbéciles que se estaba dando en la sociedad y la posibilidad, nada insignificante, de que Estados Unidos se hubiera convertido ya o estuviera a punto de trocarse en un sistema «capitalista imbécil» abocado de manera inherente a decaer. Lo más preocupante es que, a medida que proliferan aquéllos, las personas que defienden la cooperación van perdiendo la disposición a mantener las instituciones necesarias para que funcione el capitalismo conforme a sus propios valores comunes (prosperidad compartida, niveles de vida en ascenso, etc.). Aunque el modelo que describí es aplicable a una sociedad más amplia, podemos reconocer sin miedo a equivocarnos que muchos de nuestros males proceden de forma directa de nuestra política. Hay muchas probabilidades —si no un cien por cien— de que se haya instalado ya en nuestro sistema el capitalismo imbécil.

[8]