XII. TRUMP, PODEMOS Y EL CLUB DE LOS POPULISTAS

«Convertiré al Gobierno en honesto, pero antes debo drenar el pantano».

—Donald J. Trump, 2017- —

Eran dos rostros llenos de júbilo, casi de éxtasis. El personaje de la derecha, con su boca abierta de plena carcajada, mostraba con la mano a su vecino en una actitud de reconocimiento, como si fuera acreedor de un éxito sonado. Su compañero de imagen correspondía mirando a la cámara con el pulgar hacia arriba, en inequívoco gesto de aprobación. Alguien estaba tomando con su móvil una fotografía que esa noche, la del 12 de noviembre de 2016, encendería las redes sociales y daría la vuelta al mundo. Con una estridente puerta dorada como fondo, cuyo efecto recargado casi hería la vista pero resultaba familiar a quien hubiese seguido el reciente devenir electoral, dos personajes saludaban a plena satisfacción. Desde el interior de la neoyorquina Trump Tower, el presidente electo Donald Trump, y el forjador del Brexit —salida del Reino Unido de la UE—, Nigel Farage, los líderes populistas más célebres de Occidente, estaban lanzando al planeta un mensaje tan risueño como inquietante. Estados Unidos, la primera potencia de la Tierra, acababa de otorgar el poder a quien había prometido echar abajo el establishment y poner patas arriba el sistema que sostenía al país y al mundo entero. Con su personalidad y mensaje genuinamente americanos, el magnate neoyorquino había alimentado sus opciones de victoria al calor de la rebelde corriente populista, en su expresión más amenazante desde que el 23 de junio los británicos burlaran las encuestas y decidieran abandonar el proyecto europeo. El aura del triunfo había convertido a Nigel Paul Farage —Downe, Inglaterra, 1964—, presidente del nacionalista UKIP, Partido de la Independencia del Reino Unido, en la fuente de inspiración del candidato estadounidense, del ambicioso outsider, dispuesto a aprovechar cualquier apoyo por pequeño que fuera. La víspera de la consulta, Trump había nadado a favor de las corrientes antieuropeas con una apuesta por el Brexit. Y había ganado su primer desafío. El promotor inmobiliario, amante de las arriesgadas inversiones, y el aventurero británico, bróker de profesión, unían en una sola sus almas de jugador, con indiscutible éxito.

Nigel Farage fue el acompañante ideal, el cómplice político del ataque al orden establecido que Trump protagonizaba desde su irrupción en el proceso electoral un año y medio antes. El montaraz independentista inglés acompañó a su nuevo colega de gestas heroicas durante toda la campaña. Su presencia en la convención republicana de julio en Cleveland —Ohio—, en un acto electoral en Misisipi en agosto y en el segundo debate presidencial en San Luis —Misuri— en octubre, le apuntalaron como ideal compañero de gamberradas con el que ampliar el ejército de contestatarios aglutinado por Trump. Los dos se mimetizaron hasta en su desenfadada forma de quitar gravedad a las mentiras en campaña. Cuando el magnate se justificaba diciendo que «a veces se dicen cosas», me parecía escuchar a Farage. Como aquella vez que le contestó a mi colega Luis Ventoso, corresponsal de ABC en Londres, con placer incontenible: «Tienen tanto miedo a decir algo equivocado, que al final no dicen nada de nada». Con esa peculiar forma de relativizar la verdad se mofaba de los políticos clásicos. Promete que algo queda, parecía aconsejar Farage, en su enésimo desafío a la realidad, un ejercicio consustancial a cualquier populista que se precie de serlo. En plena campaña para desgajar a los británicos del proyecto europeo, poco le importaban los medios para lograr su fin. Si después le pedían cuentas, bastaría con un quiebro, un movimiento rápido de cintura, y a lavarse las manos. Como le ocurrió al término del Brexit. Consumada la sorprendente derrota de los europeístas británicos, el controvertido líder del UKIP sería duramente acusado de engañar a los británicos con datos inventados sobre el coste de permanecer en Europa. Pero, para entonces, el objetivo estaba cumplido, y el daño, consumado.

El populismo americano toma el mando

Meses después, en los Estados Unidos, el populismo iba a elevar la gesta. De la pirueta al doble salto mortal. Un magnate genuinamente americano, de poca solidez política, apariencia burlesca y con duras arremetidas contra el sistema, consumó una atronadora victoria. Donald Trump llevaba a Estados Unidos a la apoteosis populista. Quién se lo hubiera dicho a Farage medio año antes. Brexit y trumpismo, unidos de la mano para transformar la relación trasatlántica y hacer temblar al mundo. Aquella noche, cenando en el corazón del imperio del magnate, los dos se divirtieron a costa del establishment derrotado y humillado. Entre risas, el flamante presidente electo le contó a su invitado que le iba a proponer como embajador del Reino Unido en Washington. Otra provocación muy del gusto de los levantados contra el sistema, que llevó a efecto días después públicamente con esta frase: «Haría un gran trabajo y a mucha gente le gustaría». En cumplida respuesta, Farage le devolvió el guiño: «Me siendo muy halagado», replicaría el líder antieuropeo, quien ya se había mostrado dispuesto a «reforzar las relaciones entre ambos países». Downing Street zanjó el asunto con una negativa simple pero contundente: «No hay vacante. Ya tenemos a un excelente embajador en Washington».

Tras la reunión de los dos representantes más distinguidos de la irreverencia política, el londinense The Daily Telegraph insinuó una doble interpretación, entre la generosidad y el temor: «O es que la democracia funciona, o es que el populismo ha logrado asaltar el poder». La amenaza nacida en el continente europeo, después de un reguero de jaques al sistema en cada uno de sus países, había cruzado el Atlántico hasta alcanzar la máxima de sus conquistas. Y Trump había convertido esa oleada en un triunfo propio. El aldabonazo de advertencia que había supuesto el Brexit, el portazo que había sacudido los últimos meses el edificio de la Vieja Europa, encontraba en Estados Unidos un ensordecedor estallido de consecuencias imprevisibles. El creciente número de descontentos imponía su ley en todo Occidente. Ya no había duda. Tras el Election Day norteamericano, el mundo estaba entrando en una nueva era, con Donald Trump al mando.

Los ocho años de Obama, que finalizaban, contra pronóstico, de la peor manera posible, habían respetado el statu quo institucional procedente de la posguerra. El último presidente norteamericano abrió su país al diálogo multilateral, tras el tradicional unilateralismo aplicado por sus antecesores. Obama fue un convencido de acudir a las Naciones Unidas con el fin de que recuperase su papel original, el de afrontar los conflictos internacionales con el consenso de las naciones. También, su estrategia supuso una nueva mirada de atención a Asia, en perjuicio de Europa, la gran olvidada de Obama con respecto a Bush, Clinton y otros presidentes. Pero, como ellos, el respeto a las reglas del juego establecidas durante décadas era incuestionable. La connivencia con el orden mundial asentado en las principales organizaciones internacionales, apadrinadas por Estados Unidos, desde el Fondo Monetario Internacional a la OTAN, pasando por las viejas alianzas con Europa y el conjunto de Occidente, se habían mantenido a salvo. La llegada del sorprendente Trump con su promesa de «poner a América por delante» y de revisar el tradicional reparto de papeles emerge ahora como espada de Damocles sobre el tablero mundial. Con su agresiva y novedosa forma de comunicar, desde su cuenta de Twitter, y su anunciada guerra al periodismo tradicional, ha lanzado el mayor desafío al sistema desde la posguerra. Aprovechándose del desafecto ciudadano hacia la política y del descontento social y económico provocado por los traumas de la revolución tecnológica, el recién llegado presidente de Estados Unidos inaugura una nueva era.

La irrupción de Trump amenaza con voltear hasta la tradicional relación poder-prensa y el sistema de opinión pública. Una admonición que el filósofo Fernando Savater atribuye a «una desconcertante apuesta por la telerrealidad, que supone la venganza contra la realidad. Así ha pasado en Europa y en Estados Unidos, y es posible que siga pasando más y más en nuestras democracias».

Más temor en un mundo inseguro

En un mundo en el que la cooperación entre organizaciones internacionales resulta determinante, si hay algún desafío preocupante para la relación entre Estados Unidos y Europa, es el futuro de la Organización para el Tratado del Atlántico Norte —OTAN—. De su efectividad depende que los ciudadanos europeos y estadounidenses, por ese orden, vean garantizada su seguridad. La advertencia de Trump a los europeos para que eleven su aportación económica a la institución, bajo amenaza de romper las reglas, despertó una profunda inquietud. Pese al mensaje de tranquilidad que el presidente saliente Obama trasladó a Europa desde Berlín, en la visita que cerraba su mandato, la Unión Europea ha desempolvado el atascado plan de poner en marcha un ejército europeo.

Desde que en la OTAN viera la luz en 1949 como acuerdo militar de defensa conjunta de las democracias, ha tenido como contrapunto la política alternativa de Rusia. En origen, fue el arranque de la Unión Soviética el que forjó el Pacto de Varsovia como alianza de los regímenes comunistas. La caída del Muro de Berlín pareció abrir una nueva etapa de entendimiento, pero hoy la Alianza Atlántica y Rusia siguen siendo enemigos aparentemente irreconciliables. Todavía hoy, Moscú mantiene desplegadas tropas en la frontera con Ucrania, con presencia de grupos paramilitares prorrusos en las provincias más orientales.

El jaque de Trump al mantenimiento de la Alianza Atlántica en las actuales condiciones, combinado con su aparente buena relación con el presidente Putin, fue otra de las grandes inquietudes de la campaña que aún se mantiene. A la que hay sumar su nombramiento del general Michael Flynn como asesor de Seguridad Nacional en la nueva Administración. Su excelente relación con Moscú, en donde ha asistido a eventos sociales en los que coincidió con Putin, arroja nuevas incertidumbres. Para el establishment norteamericano, la sombra de una entente antisistema entre el enemigo ruso y su nuevo comandante en jefe constituye una amenaza sin precedentes y un reto que marca el arranque de un mandato lleno de incógnitas.

La Europa amenazada

Si Estados Unidos navega por un mar de desconfianza, Europa, la mujer fenicia raptada por Zeus, según la mitología griega, felizmente retratada por Tiziano y por Goya, afronta hoy una encrucijada no menor. Los implacables efectos de la crisis financiera y sus carencias políticas ya habían puesto en cuestión la iniciativa más ambiciosa de su historia, el proyecto de la Unión Europea. Ahora, son los movimientos populistas, esencialmente antieuropeos, de inequívocos rasgos tribales, los que proyectan la sombra más alargada sobre su incierto futuro. Resignado a la ausencia de sus padres fundadores, Monnet, Schuman y Adenauer, el continente encomienda su futuro a Angela Merkel, la principal tabla de salvación ante el peligro de zozobra por el empuje de los múltiples fenómenos populistas. La canciller ha pasado de ser cuestionada por las políticas de austeridad que impuso a la Europa azotada por la crisis, a recibir casi un cheque en blanco para que lidere el bloque de unas sociedades aturdidas.

Merkel ha entendido el aviso. Su firme mensaje de recibimiento al primer presidente populista de Estados Unidos, apelando a «la democracia, la libertad, el respeto al Estado de Derecho, a la dignidad de las personas sin importar su origen, el color de su piel, religión, género, orientación sexual o ideología política», la han reconciliado con muchos europeos. Su posterior crítica a Trump por anunciar su salida del Acuerdo Transpacífico, de libre comercio, empieza a consolidarla como necesaria alternativa a las propuestas que amenazan con devolver al mundo al más rancio proteccionismo económico. «Sólo hay dos alternativas: o me encierro en mi país, con respuestas simples a problemas complejos, o defiendo nuestros valores dentro y fuera, con nuestros socios europeos, con Estados Unidos y con el mundo».

La amenaza de ruptura del Acuerdo Transpacífico —TPP, en sus siglas en inglés—, que está llamado a crear la mayor zona de libre comercio entre países americanos y asiáticos, constituiría el primer gran ataque proteccionista de la era Trump. Y su impacto no sólo se mediría en pérdida de riqueza y puestos de trabajo en las zonas afectadas. Sería un cambio de rumbo a una estrategia que ha funcionado en el mundo durante las últimas décadas, aunque la salida del Reino Unido de la Unión Europea, que ambas partes negocian para su materialización en 2018, había constituido ya el aviso previo del retroceso que viene en los grandes acuerdos de organizaciones internacionales.

Para Europa, puede haber peores noticias. El nuevo rumbo de la Administración Trump, empeñado en poner a «América por delante», augura poco futuro al otro gran acuerdo de libre comercio, el de Estados Unidos y Europa. A diferencia del Transpacífico, Obama no había dejado cerrado el pacto, aunque la negociación entre las delegaciones estadounidense y europea había avanzado mucho hacia un posible acuerdo. El propósito es la reducción de aranceles y regulación, que haría crecer la economía europea en 120.000 millones de euros, según Bruselas, mientras que la estadounidense lo haría en casi 100.000 millones.

El volantazo estadounidense a la política comercial supondría el fin de la era que inauguró Occidente tras la Segunda Guerra Mundial, cuando Estados Unidos aprovechó su hegemonía en el mundo para forjar el modelo de intercambio comercial que ha llegado hasta nuestros días.

Mientras la Administración Trump toma las primeras decisiones firmes, Merkel afronta su propio reto electoral en Alemania, donde se le acerca el cuarto y más difícil examen ante las urnas. Duramente criticada por su anuncio unilateral de acoger a un millón de refugiados sirios, la canciller contempla las legislativas de septiembre como el gran desafío de su carrera. La campaña antiinmigración, el otro mensaje con el que crece la derecha populista, se ha convertido en el verdadero reto para una Europa que afronta un difícil momento socioeconómico. Aunque el fácil reclamo de culpa al extranjero no sólo cala en países acuciados por la crisis de bienestar. Episodios de enfrentamiento racial, ataques protagonizados y sufridos por inmigrantes y episodios de violencia pro nazi, sitúan a Merkel sobre un barril de pólvora, en plena ola de inmigrantes procedente de Oriente Próximo, aunque la Unión haya logrado detener la avalancha con cuantiosas ayudas económicas a Turquía, que hace de estado tapón.

Al difícil entorno europeo se suma el crecimiento de puertas adentro de la antieuropeísta Alternativa para Alemania. La formación política germana, fiel representante de la derecha nacionalista, ha avanzado peligrosamente en algunos estados. El futuro del país pasa por la reelección de Merkel, igual que el de Europa.

Su papel protector de la UE se ha hecho más necesario tras la constatación de que el movimiento populista no se detiene. Después de la victoria de Trump en Estados Unidos, en un camino de ida y vuelta, el salto del Brexit británico al «trumpazo» en Washington tuvo su continuidad en forma de descalabro en la Roma eterna, donde Mateo Renzi sucumbía casi un mes más tarde, el 4 de diciembre, a manos de la consulta electoral que él mismo había planteado. Su reforma constitucional sucumbía. Otro referéndum, otro fracaso. Como si los políticos tradicionales de este Occidente en plena decadencia, se empecinaran en mantener un recurso democrático que no sólo carga el diablo, en expresión ya extendida en el mundo político, sino que se envenena por el efecto distorsionador de las redes sociales. Ni la maniobra de jugar con las mismas armas y vestirse de populista sirvió al socialdemócrata italiano para derrotar a los partidarios del «no», liderados por el Movimiento Cinco Estrellas de Giuseppe Grillo. Por enésima vez, la política clásica naufragaba, zarandeada por el empuje antisistema. En una situación tan cómica como la propia condición profesional de su propio verdugo, Renzi pasaba en dos años de ser el tercer treintañero más influyente del mundo a desaparecer por el sumidero de la historia política de Italia.

El mismo día que el populismo tumbaba a Renzi, el ultraderechista Norbert Hofer, líder del Partido de la Libertad, fracasaba en su intento de derrotar al establishment. Pero quien se convirtió en presidente no fue el candidato de una formación clásica, sino el de Los Verdes, Alexander Van der Bellen. Aunque el movimiento antiinmigración y antieuropeo no salió triunfante, había logrado previamente dejar sin segunda vuelta a los conservadores y a los socialdemócratas.

El siniestro discurrir de las citas electorales, que determinará si el edificio europeo aguanta o se derrumba como un castillo de naipes a manos de las nuevas corrientes nacionalistas, se detendrá en Francia en abril. Entre ese mes y el de mayo, en la tradicional doble vuelta de sus presidenciales, la ultraderechista Marine Le Pen intentará subirse a la ola antisistema más propicia. Ni ella ni su padre, Jean Marie Le Pen, fundador del Frente Nacional, han tenido una oportunidad similar. A la espera de comprobar la fortaleza de la controvertida xenófoba frente al conservador François Fillon y el socialista Manuel Valls, muchos europeos se encomiendan al dicho de que los franceses votan en la primera vuelta con el corazón y en la segunda, con la cartera. La esperanza es que el voto emotivo e irracional que parece guiar el mundo no cuaje en otra potencia europea.

Poco antes, en marzo, si las encuestas se cumplen, el holandés Partido de la Libertad puede vencer en las legislativas, aunque difícilmente puede lograr la mayoría, lo que casi seguro le dejará sin posibilidades de gobernar. Se trata de un movimiento radical de derechas, también xenófobo, que propone un registro oficial de etnias y la prohibición de los colegios islámicos. Su líder, Gert Wilders, recibió así la victoria de Trump: «Estados Unidos recuperó su soberanía y su identidad. Recuperó su propia democracia. Y por eso creo que es una revolución». Como el de casi todos sus primos hermanos del continente, su mensaje nacionalista es casi calcado al que utilizó Nigel Farage, con su UKIP, en el Reino Unido.

Frente a lo que algunos sectores de la izquierda rechazan, el populismo también está instalado en su seno. El escritor Moisés Naím, a quien pregunté unos días después de la victoria de Trump, hace esta distinción según el principal rasgo que él atribuye a cada uno: «El nacionalismo define al populismo de derechas, mientras que el de izquierdas es redistributivo». En este último grupo habría que incluir a Siryza, el partido del actual primer ministro griego, Alexis Tsipras. Pese a la amenaza que suponía su llegada al poder, impulsada por el discurso opuesto a la austeridad de Merkel, su Gobierno no ha supuesto una alteración significativa del equilibrio europeo. Casi a las primeras de cambio, las promesas fáciles de Tsipras de incumplir los estrictos objetivos fiscales impuestos por Bruselas chocaron con la dura realidad. Antes de rectificar y someterse, maniobró con un referéndum, en julio de 2015, en el que abogó por el «no» a las duras condiciones comunitarias. Precisamente por oponerse a lo que planteaba el establishment, en este caso europeo, ha sido el único jefe de Gobierno que ha ganado una consulta popular. Una victoria sólo temporal, porque en la práctica ha tenido que ajustarse a los requerimientos de Bruselas, con recortes que le han expuesto a huelgas en la calle y al rechazo parlamentario de una parte de su grupo político.

A modo de la balance sobre la actual crisis, el filósofo Gabriel Albiac introduce una mirada a través del espejo retrovisor de la historia europea: «Mi impresión es que la oleada populista no es otra cosa que la expresión —necesariamente confusa, ambigua— de un hecho histórico: el fin del ciclo de ascenso —económico, cultural, político— que se inicia tras la Segunda Guerra Mundial. La mitología central de ese ciclo era la superioridad de la democracia».

Podemos, el referéndum como coartada

El recurso a la consulta popular es precisamente la gran baza de la expresión política del populismo en España, el partido de izquierdas Podemos. La formación que lidera Pablo Iglesias espera su oportunidad frente al nuevo pacto de reforma de la Constitución que podrían abordar las tres restantes formaciones. El Partido Popular, que ahora gobierna en minoría, gracias al apoyo de Ciudadanos y a la abstención del Partido Socialista, afronta una difícil legislatura. Los tres partidos han dado los primeros pasos previos para iniciar conversaciones hacia posibles cambios en la Carta Magna, a la que Podemos se opondrá con seguridad. Su exigencia del llamado derecho a decidir, una forma de plantear la autodeterminación que abriría el camino hacia la ruptura de España, hace inviable cualquier acuerdo. La estrategia de Podemos consiste en plantear una consulta popular para que los españoles ratifiquen una eventual reforma, que le permita convertirse en el único partido del «no». Tanto el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, como el líder socialista, Javier Fernández, y el de Ciudadanos, Alberto Rivera, son conscientes de que Podemos saldría catapultado si lograra vencer en esa consulta. De manera muy gráfica, tras la derrota de Renzi en Italia, el propio Rajoy preguntó: «¿Y quieren que haga yo un referéndum?».

Surgido como un movimiento que tenía su origen en la organización Izquierda Anticapitalista, pero que aprovecha la ola de los indignados del 15-M, el partido nacido en 2014 es en la actualidad la tercera formación política con más representación en el Congreso de los Diputados.

Tanto por el planteamiento de muchas exigencias económicas de difícil cumplimiento, como por las actitudes de partido antisistema, con continuas protestas en el Parlamento o ausencias en los días de celebración institucional.

Presente ya en la política autonómica, tras su irrupción en los diferentes parlamentos, su original postura izquierdista ha derivado en posiciones nacionalistas, comprensivas incluso con el independentismo, como en Cataluña. Es esta nueva posición ideológica la que convierte a Podemos en un caso diferente del resto de populismos de izquierdas, al menos si lo comparamos con el griego de Syriza, la formación que más se le parece en Europa.

En una entrevista con The Wall Street Journal, la primera tras su reelección, Mariano Rajoy definía en diciembre a Podemos como un partido con «propuestas políticas inaplicables por su aumento de gasto». Sobre la relación de su partido con Podemos, el jefe del Gobierno español aseguró con resignación que «es muy difícil», dada su radicalidad. Rajoy se expresaba sobre el populismo con la convicción de que «puede desaparecer con la misma facilidad que se ha fortalecido», aunque lo vincula a que «los demás defendamos nuestras posiciones con la misma convicción». Las palabras de Rajoy implican una autocrítica del propio establishment, incapaz hasta ahora de dar respuestas convincentes a unos ciudadanos hartos de la corrupción y de la falta de liderazgo y de respuestas políticas.

Esta valoración del presidente español concuerda con la tesis de quienes sostienen que todos los populismos tienen vasos comunicantes, sean de derechas o de izquierdas, y que por eso mismo han sido capaces de compartir los éxito electorales más insospechados. El escritor Daniel Capó los vincula de esta manera: «No nos debe extrañar que, en las barriadas obreras en Francia, se vote en masa a Le Pen, o que, en España, Podemos obtenga un buen puñado de votos entre los funcionarios de grupo A o entre los pequeños empresarios».

Trump y la «respuesta global»

Porque, al margen de las diferencias ideológicas, existe una conexión última de los populistas y antisistema de todo signo: su instinto destructivo, que reniega del orden establecido, por muchos defectos que haya acumulado. Defiende idéntico empeño quien intenta torpedear las instituciones europeas desde la Francia xenófoba, quien juega a desmontar los grandes tratados internacionales, comerciales o de seguridad, desde los Estados Unidos más pretendidamente aislacionistas de la historia, y quien ha irrumpido en la España más próspera de la historia para enmendar el resultado de su proyecto de convivencia más exitoso, la Transición. Por mucho que haya dejado problemas pendientes sin resolver.

En el caso de Estados Unidos, el nacionalismo del «Make America Great Again» trae bajo el brazo amenazas de gran alcance, aunque no se adapte a un patrón genérico. El mundo mira de reojo a las primeras decisiones de la Administración que lleva su nombre, que pueden cambiar el mundo tal y como lo conocemos y que apuntan a un intento de dinamitar el sistema desde dentro. El libre comercio, la seguridad global, el sistema de relaciones internacionales… El «espléndido aislamiento» que parece practicar Trump, de connotaciones nacionalistas inglesas como el Brexit, no auguran grandes mejoras para el mundo.

Ciertamente, su perfil autoritario no responde a ideología distinta que la de satisfacer sus aspiraciones personales. Sus propuestas y proclamas han obedecido siempre a los mensajes de un vendedor de la marca Trump, que, con una intuición fuera de toda duda y un dominio de las mejores herramientas de comunicación, ha sido capaz de vender una cosa y su contraria, y de salir indemne de cada rectificación. Trump se ha preocupado de mimar a «la clase trabajadora», que le llevó al poder en los estados industriales decisivos y que es parte nuclear del movimiento de enfadados que cambió la historia de América y del mundo. Con ese cheque en blanco con el que cuentan los personajes nuevos en la plaza pública, el nuevo presidente está empeñado en mantener su guerra contra el establishment, incluso aunque ahora pertenezca a él.

Tampoco era Hillary Clinton la mejor candidata para hacer frente a la amenaza. Con una autoridad moral más que discutida, con un pasado lleno de sospechas que mostraba la peor cara de un sistema desgastado, conformista y sin capacidad de ofrecer la necesaria regeneración, la última de una saga terminó sucumbiendo al empuje populista. Habría sido una garantía para el sistema, pero también, un mensaje para los descontentos de que había poco ánimo de pulir sus defectos.

Es la falta de ideología, combinada con una personalidad impulsiva, la que convierte al nuevo presidente de Estados Unidos en un personaje impredecible. No es extraño que la política exterior de Trump sea hoy el factor que más riesgo genera en el mundo, según una encuesta de 146 economistas interrogados por Bloomberg. Ligeramente por debajo, serían las elecciones europeas en los distintos países pendientes el segundo factor de inestabilidad para los mismos encuestados. A continuación se encuentra la política exterior de Putin y el Brexit, cuyo efecto está hoy algo más eclipsado, después del terremoto Trump. Como aseguraría su socio de correrías populistas Nigel Farage: «Si el Brexit fue la rotura del primer ladrillo para la demolición del establishment, la victoria de Trump fue tres veces el Brexit».

Pero, pese a todas las dificultades y a los grandes desafíos, salvo quienes cuentan con una natural tendencia al suicido político, o, sencillamente, se benefician incitando a la autodestrucción, todavía una mayoría parece seguir apostando por «el menos malo de los sistemas», parafraseando a Winston Churchill. La democracia se forjó haciendo frente a desafíos totalitarios, con sacrificios sangrientos, y alumbró grandes consensos internacionales que han ayudado al progreso de Europa, Estados Unidos y el mundo, como demuestran las grandes estadísticas mundiales. Frente a ocurrencias, cantos de sirena aislacionistas y promesas de un sistema alternativo que no garantiza nada, surgen voces tan responsables como convencidas de que ha llegado la hora de reaccionar. Como asegura la que fuera primera mujer secretaria de Estado, Madeleine Albright, que nos transmite esta convicción: «Llámese como se llame la amenaza —populismo, nacionalismo o democracia antiliberal—, tenemos que pensar en este desafío como un fenómeno global. Y los que creemos en la democracia liberal y el pluralismo, debemos diseñar una respuesta global».

Trump, el triunfo del showman

Comunicación y Sociedad

Serie dirigida por

José Francisco Serrano Oceja

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© El autor y Ediciones Encuentro, S. A., Madrid, 2017

© Imagen de portada: Lev radin / Shutterstock.com

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Colección Nuevo Ensayo, nº 22

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A May, Santi y Marta

A mis padres…

«El talento se educa en la calma;

el carácter, en la tempestad»

(Johann Wolfgang von Goethe)

AGRADECIMIENTOS

Además de la mayor virtud del hombre de bien, en palabras de Quevedo, el agradecimiento es la obligada forma de reconocer una sentida deuda personal. Para que este libro haya llegado a sus manos, querido lector, ha sido necesario el asesoramiento y el esfuerzo solidario de mi amiga Muni Jensen, politóloga y profunda conocedora de la realidad estadounidense, que ha colaborado en su confección y elaboración. La periodista Dori Toribio contribuyó a su revisión y mejora con ilusión y entrega, prueba de su profesionalidad y amistad. La participación como prologuista de Javier Rupérez, quien fuera embajador de España en Estados Unidos, sólo puede recibir mi más sincera y profunda gratitud.

Quiero extender este reconocimiento a mi compañero Bieito Rubido, director de ABC, quien abrió la puerta a mi aventura profesional en Estados Unidos. También, a quienes facilitaron mi aterrizaje en Washington DC, en el principio de los principios, antes de que esta idea germinara. Empezando por mi antecesor, Emili Blasco. Y continuando con mi compañero de fatigas, e interlocutor en reposadas charlas, Juan Carlos Iragorri, junto a otros queridos colegas de profesión. Entre ellos, un recuerdo especial para mi colega Mercedes Gallego, que me acompañó en buena parte de mi intenso recorrido de campaña electoral por Estados Unidos. También, a los embajadores de España Ramón Gil-Casares y Jorge Hevia, siempre receptivos, a quienes echaremos de menos en la capital de Estados Unidos. Termino con una muestra de afecto hacia Javier Sancho, exembajador de España ante la OEA, por su acogida y ánimo para recopilar mi experiencia en una obra como la que ahora ve la luz.

PRÓLOGO

Donald J. Trump o la parábola del tiempo presente

Me encuentro entre los muchos que hasta bien entrada la noche del 8 al 9 de noviembre pensamos, y públicamente mantuve, que sería Hillary Clinton la ganadora de las elecciones presidenciales estadounidenses de 2016. Como residente habitual en Washington DC y consumidor compulsivo de las noticias que la vida política genera había seguido con pasión, no exenta de cansancio e incluso a veces de hartazgo, los imprevistos y sorprendentes meandros de una carrera a la Casa Blanca marcada, más que ninguna otra en reciente memoria, por una sorprendente y nada habitual confrontación. A una candidata convencional y previsible, bendecida por el establishment demócrata y endosada con más obediencia que entusiasmo por las bases del partido se le oponía, contra todo pronóstico, un constructor neoyorquino tan abundante en insultos y descalificaciones como escaso de conocimientos, que había sabido suscitar entre las bases republicanas fervorosas adhesiones. Hillary Clinton, que hubiera debido ocupar el histórico puesto de ser la primera mujer en la más alta magistratura del país, tenía en su haber una larga y distinguida carrera en la cosa pública, aunque marcada por la obscuridad de algunas historias, su escasa capacidad de comunicación emocional y la manifiesta falta de habilidad para conectar con los jóvenes demócratas. En retórica y en programa, éstos habían optado, durante las debatidas primarias, por el septuagenario senador independiente Bernie Sanders, un acabado exponente de lo que ofrece el socialismo norteamericano. No sin esfuerzo, logró ser elegida para encabezar la candidatura a la Casa Blanca, y pronto tirios y troyanos llegaron, llegamos, a la conclusión de que sería precisamente Donald J. Trump, el candidato republicano, el que habría de favorecer la llegada de la señora Clinton a la mansión de la Avenida Pennsylvania. En efecto, era tal su grosero desparpajo, su irreprimible inclinación a pronunciar frases tan inconexas como hirientes, su abismal desconocimiento de los datos de la vida pública nacional e internacional, su permanente tentación de menospreciar a las minorías, tratárense de mujeres, mejicanos, discapacitados o musulmanes, que muchos se dijeron, nos dijimos, que alguien con estas características no puede nunca ser elegido presidente de una democracia con más de doscientos cincuenta años de existencia.

Lo ha sido. No es observación menor el que Hillary Clinton haya superado en casi tres millones de votos populares directos los obtenidos por su billonario contrincante, marcando con ello la más larga de las diferencias nunca conocidas en las elecciones americanas entre los sufragios que obtiene el ganador en el colegio electoral y sus propios recuentos en el voto popular. Ello conduce naturalmente a dos reflexiones paralelas. Una, la que el propio Trump explicitó cuando en el año 2012, tras la segunda victoria electoral de Barack Obama —y aunque entonces el candidato ganara tanto el colegio electoral como en el voto popular—, calificó al colegio electoral como «un desastre en una democracia». Y dos: en la realización de sus políticas el presidente Trump no puede presumir de contar sin matices con la mayoría del votante americano. Pero dicho todo lo cual, en expresión dolorida de lo ocurrido y aun haciendo constar que ésta no era para los que yo creí multitud, y entre los cuales agregué mis análisis, una elección entre dos figuras señeras de la vida pública de los USA sino más modestamente, y con un punto de resignación, la que se debatía en los elementales términos del mal menor, sobre lo evidente no cabe disputa: Donald J. Trump es el cuadragésimo quinto presidente de los Estados Unidos de América.

Lo es en contra de los medios de comunicación, en contra de una parte significativa de las clases dirigentes políticas, económicas y sociales del país, en contra de una buena parte del Partido Republicano, en contra de los influyentes sectores artísticos y literarios del país. Y por supuesto, aunque no votaran, en contra de la inmensa mayoría de las opiniones públicas internacionales. Y lo es porque una significativa porción del electorado estadounidense, que incluye principalmente a los blancos desheredados por la crisis del centro y medio oeste del país, le ha otorgado mayoritariamente su preferencia, pero también porque cuenta con más votos femeninos, hispanos y negros de los que los sociólogos predecían. Dígase lo que se diga del éxito electoral de Trump, que posiblemente cogiera desprevenido en primer lugar al propio vencedor —no de otra manera pueden explicarse sus amenazas de última hora de no aceptar el resultado de la votación, a menos que él fuera el ganador, ya que el sistema estaba «trucado»—, merece ya un reposado análisis sobre motivaciones e influencias que permitan explicar lo hasta ahora en gran parte inexplicable: que un osado populista estadounidense, en ello no muy diferente de los que por Inglaterra, Francia, España, Italia u Holanda pululan, lograra hacerse con el Despacho Oval de la Casa Blanca.

Manuel Erice, que lleva en su sangre la vocación del mejor periodismo y la permanente tentación del reportero universal, ha seguido esa historia allí donde se producía, fuera en los despachos del poder en Washington, en los barrios cubanoamericanos de Miami, en las poblaciones afroamericanas de Georgia y Carolina del Sur o en las pequeñas agrupaciones agrícolas de Nebraska y Iowa. El resultado es un fresco apasionante en el que se mezclan indistintamente ambiciones frustradas, anhelos de cambio, perplejidades sin cuento, manipulaciones internacionales, gritos y susurros. Es éste un testimonio importante, visto con una gran capacidad de observación desde la cercanía al acontecimiento y en el extremo un apasionante guion cinematográfico en el que los personajes tienen la realidad de su desmesura y el atractivo de lo insólito. No sabemos lo que Trump ofrece para la Casa Blanca, pero sí, y sobradamente, lo que promete para una película que entre Todos los hombres del Presidente y Tempestad sobre Washington renueve la inagotable fuente de conflicto, drama y exaltación habitualmente asociados con las peripecias de la política en el Distrito de Columbia. Manuel Erice, en pocas, contenidas y bien escritas páginas, nos asoma con mano segura al espectáculo. Porque, eso sí, las elecciones americanas a la presidencia siguen siendo sin duda el mayor espectáculo del mundo.

Es este un libro cuya evidente oportunidad lleva adherido el sello de la solvencia profesional. Y añadido el de la soltura narrativa. Para todos aquellos, y muchos somos, que quieran conocer de cerca cómo, por qué y dónde se gestó la victoria presidencial del dueño de la neoyorquina Trump Tower, estas páginas servirán de fiel y documentada guía. Y de lectura conveniente, tanto para los que de él abominan como para aquellos que ya le tienen por mano de santo. Bien se encarga Manuel Erice de recordarnos que a partir del 20 de enero de 2017, Donald Trump tendrá su domicilio en el número 1600 de la Avenida Pennsylvania. Como para dejar a alguien indiferente.

JAVIER RUPÉREZ

Ha sido embajador de España en Estados Unidos