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Textos escogidos

San Ignacio de Loyola

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Textos escogidos

San Ignacio de Loyola

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Pontificia Universidad Javeriana

Lista de abreviaturas y siglas

 

Cons Constitutiones S. I., (MHSI).

Epp Epistolae Sti. Ignatii de Loyola, 12 vols. (MHSI).

IHS Monograma del nombre de Jesucristo, o también llamado cristograma. Símbolo de la Compañía de Jesús (Societas Jesu, S. J.).

MI Monumenta Ignatiana (escritos de San Ignacio de Loyola, que también hacen parte de la MHSI, divididas en cuatro series: Cartas e Instrucciones, 12 vols.; Ejercicios y Directorios; Constituciones y Reglas, 4 vols. y Escritos sobre San Ignacio, 2 vols.).

MHSI Monumenta Historica Societatis Iesu (colección de 157 documentos históricos de la Compañía de Jesús).

Introducción

Jorge Enrique Salcedo, S. J.

Luis Alfonso Castellanos, S. J.

 

Para este tercer libro hemos seleccionado una serie de documentos de San Ignacio de Loyola, quien plasmó sus experiencias espirituales en los Ejercicios espirituales y la Autobiografía, ya publicados en esta colección. Además de estos, San Ignacio redactó las dos Fórmulas del Instituto, el Examen General, las Constituciones de la Compañía de Jesús y más de 7000 cartas, escritos todos en los que se puede apreciar su profunda experiencia de Dios. Dicha experiencia lo convirtió en maestro y acompañante espiritual, hombre de gobierno, superior general y líder que, junto con los primeros jesuitas, en la deliberación de 1539 y en las dos Fórmulas del Instituto, propuso el ideal de la vida que anheló para aquellos hombres que se comprometieran a vivir el seguimiento de Jesucristo.

Los documentos se presentan tal como los escribió San Ignacio. No se le ha hecho ninguna modificación al lenguaje de la época, el cual, con sus tonos arcaicos, evoca otros sentidos que enriquecen nuestro español contemporáneo.

Igualmente conservamos para cada texto las divisiones y el aparato técnico que los estudiosos de la obra de San Ignacio han estandarizado en Monumenta Historica S. I. Para las cartas, mantenemos además el orden (número arábigo en el título de la carta) que dispuso la edición de las Obras completas de San Ignacio de Loyola de la Biblioteca de Autores Cristianos, el texto de divulgación y estudio más conocido en lengua castellana y que garantizará, a quien desee, mayor información.

Con esta selección de documentos creemos que nos podemos adentrar en el profundo y rico mundo del espíritu y gobierno de San Ignacio, y que, al leerlo, reflexionarlo e interiorizarlo, podremos ponerlo en práctica en la vida espiritual personal y comunitaria de nuestra universidad.

 En la presente edición, tres partes integran diferentes textos con destinatarios, tiempos y preocupaciones diversas. En la primera, “Ignacio, el fundador”, incluimos aquellos textos que fueron escritos por él y sus primeros compañeros para darle estructura e institucionalidad a la Compañía de Jesús, y que, en el marco del ordenamiento canónico y eclesiástico, dan cuenta de su proyecto misional. En la segunda, “Ignacio, el acompañante espiritual”, recogemos algunas de sus cartas más conocidas y apreciadas en la tradición ignaciana, a través de las cuales vemos su manera de acceder a problemas concretos; en ellas, dirigiéndose a destinatarios específicos en casos particulares, genera horizontes de compromiso que han sido referentes fundamentales en la historia de los jesuitas y sus obras. En la tercera parte, “Ignacio, el estratega pastoral”, presentamos varias cartas e instrucciones que responden a desafíos particulares de la misión y que nos dan acceso a diferentes elementos tácticos y estratégicos que hoy día siguen siendo útiles para desarrollar de la mejor manera y aun en circunstancias adversas nuestros propósitos más grandes.

En estos documentos, directivos, profesores, estudiantes y personal administrativo encontrarán elementos que les permitirán entender el “modo de proceder” de una universidad regentada por jesuitas, una institución que enseña, investiga y se proyecta socialmente para ayudar a transformar la realidad de cada uno de sus miembros dentro de una experiencia que no se reduce a los límites geográficos de la universidad, sino que trasciende a la sociedad colombiana y al mundo. Apropiándose de los ideales de San Ignacio, la Compañía de Jesús y la comunidad javeriana apuestan por la razón de ser de las facultades, institutos y centros de la universidad, cual es formar hombres y mujeres integrales que aporten verdaderamente a la comunidad.

San Ignacio, hombre profundamente espiritual y a la vez sumamente práctico, nos enseña a usar los medios, tanto en cuanto que nos ayudan a encontrar la voluntad de Dios. Según Walter Kasper,

* Walter Kasper.El papa Francisco. Revolución de la ternura y el amor. Raíces teológicas y perspectivas pastorales. Cantabria: SalTerrae, 2015, p. 25.

Ignacio de Loyola no parte de la doctrina, sino de la situación concreta. Por supuesto, no pretende acomodarse sin más a la situación; antes bien, intenta juzgarla según las reglas del discernimiento de espíritus, tal como se formula en el libro de los Ejercicios Espirituales de Ignacio. Con la ayuda de tal discernimiento espiritual llega luego a concretas decisiones prácticas.*

 

De acuerdo con la experiencia de Ignacio, Dios quiere que los hombres encuentren sentido en lo que hacen y lo pongan al servicio de los más vulnerables de la sociedad o, en palabras de su época, “ayuden a las ánimas”. Por ejemplo, en una sociedad como la nuestra es urgente apostar por las posibilidades para todos, por las oportunidades de acceso a la tierra, al techo y al trabajo, por la búsqueda del bien común, de la solidaridad, de la justicia. Solo desde esa perspectiva se entiende una universidad regentada por la Compañía de Jesús. En estos textos el lector encontrará elementos de discernimiento personal para crecer en la dinámica de la formación integral de la que hablan los documentos constitutivos de nuestra Universidad Javeriana. En ellos también encontrará experiencias vitales para acompañar todo proceso formativo en el cual se halle comprometido, ya sea como responsable o como beneficiario.

San Ignacio parte de la realidad del ser humano. Quiere una formación integral, quiere que la totalidad del ser humano se encuentre con Dios. Quiere que el hombre busque el sentido de su existencia, que se logra en el encuentro con el Dios de la vida. Quiere una espiritualidad centrada en Jesucristo y que, con la ayuda del Espíritu Santo, salga a las “periferias existenciales”. Este encuentro personal con Dios exige que se parta de la realidad de lo que es el hombre: su contexto histórico, sus condiciones sociales, sus luces y sus sombras, para que, saliendo de sí, construya su proyecto de vida y se enriquezca en sentidos mayores.

Para San Ignacio es muy importante el ejercicio del discernimiento, y con esta herramienta tanto los directivos como los profesores y el personal administrativo estamos llamados a coadyuvar en la formación de nuestros estudiantes. En el estilo epistolar ignaciano podemos ver a un maestro cercano y delicado que acompaña a jesuitas y amigos en la especificidad de cada caso. Sus inspiradoras cartas, sin duda nos ayudarán a crecer personalmente y a la vez a ejercer el acompañamiento personal, la cura personalis.

A través de este legado seguimos alimentando nuestro interés por discernir los signos de los tiempos en medio de las alegrías y las tristezas de nuestro país, de manera que podamos darle a nuestra universidad el magis deseado, sabiendo que es una institución que se renueva continuamente. De igual manera, estos documentos nos permiten ver los trazos primeros que abrieron para el mundo el desarrollo de la Compañía de Jesús como una orden que privilegia y estima la educación universitaria. Estos lineamientos siguen inspirando nuestros compromisos actuales, si bien las estructuras presentes distan mucho de parecerse al contexto histórico vivido por San Ignacio, el cual podremos conocer en gran parte gracias a estas páginas.

Invitamos a los lectores de estos escritos a realizar una lectura meditativa, reflexiva, libre de prejuicios; a dejarse interpelar por estas líneas, que provienen de una profunda experiencia espiritual, y a que, a través de un ejercicio de discernimiento, descubran cómo poner en práctica en la vida cotidiana, tanto a nivel personal como comunitario, este gran legado de San Ignacio de Loyola.

PRIMERA PARTE

Ignacio, el fundador

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1
Deliberación de los primeros padres*

 

*MI, Series Tertia, I, 15 abril de 1539, pp. 1-7.

La deliberación de los primeros jesuitas, de 1539, llevada a cabo en la ciudad de Roma durante varios meses, nos muestra el proceso de discernimiento que siguieron para decidir sobre el modo de vida que debían llevar en adelante y la forma en que debían proceder los nuevos miembros de la que se llamaría Compañía de Jesús para buscar y hallar la voluntad de Dios. Para este discernimiento, durante el día Ignacio y los primeros compañeros se dedicaban a los ministerios apostólicos y a pedir limosna para su sustento. En las noches se reunían para orar y luego manifestaban sus pros y contras respecto a los asuntos relativos a la estructura de la nueva orden, a los votos que cada uno de los miembros haría, a la forma como se sostendrían y al cuarto voto de obediencia que harían al vicario de Cristo.

La Cuaresma recién pasada, como se nos viniera encima el tiempo en que sería necesario dividirnos y separarnos unos de otros —lo que también esperábamos con los mayores deseos, para llegar cuanto antes al fin que habíamos prefijado y pensado de antemano, y con vehemencia deseado— determinamos reunirnos, por muchos días antes de separarnos, para tratar unos con otros de esa vocación nuestra y modo de vivir. Habiéndolo hecho ya muchas veces, y como unos de nosotros fuesen franceses [Paschase Broët, Jean Codure], otros españoles [Diego Laínez, Alfonso Salmerón, Nicolás de Bobadilla, Simão Rodrigues (portugués)], otros saboyardos [Pierre Favre, Claude Jay], otros cántabros [Ignacio de Loyola, Francisco Javier], estábamos divididos en varias sentencias y opiniones sobre este estado nuestro, si bien todos teníamos una misma mente y voluntad común, a saber, buscar la voluntad de Dios que fuera perfectamente de su agrado, conforme al objeto de nuestra vocación; sin embargo, en los medios más acertados y de mayor fruto tanto para nosotros como para nuestros demás prójimos, había alguna pluralidad de sentencias. Y a ninguno debe parecer extraño que entre nosotros, débiles y frágiles, ocurriera esta pluralidad de sentencias, ya que también los mismos Príncipes y columnas de la Iglesia Santísima, los Apóstoles y muchos otros varones de elevada perfección, con los cuales somos indignos de ser comparados, ni de lejos, difirieron en pareceres y aún los tuvieron opuestos entre ellos, y consignaron por escrito sus sentencias contrarias. Así, pues, juzgando también nosotros de varios modos, y como estábamos solícitos y vigilantes para encontrar un camino plenamente abierto por el cual nos ofreciéramos todos nosotros en holocausto a Nuestro Dios, en cuya alabanza, honor y gloria cediera todo lo nuestro, determinamos, y de común acuerdo resolvimos ocuparnos con más fervor de lo acostumbrado en oraciones y sacrificios y meditaciones, y después de poner de nuestra parte la diligencia posible, en lo demás arrojar en el Señor todos nuestros proyectos, poniendo nuestra esperanza en El, puesto que siendo tan bueno y liberal que a ninguno que a El acude con humildad y simplicidad de corazón niega el buen espíritu, antes a todos les da con largueza sin hacer reproches a nadie, de ninguna manera nos fallaría a nosotros, más aún, que nos asistiría, conforme a su benignidad, con mayor sobreabundancia de lo que pedimos o entendemos.

Por eso empezamos a emplear nuestros esfuerzos humanos y a proponer entre nosotros algunas dudas, dignas de diligente y madura consideración y providencia sobre las que solíamos pensar y meditar durante el día, investigándolas también por medio de la oración. Y por la noche, lo que cada uno había juzgado más recto y más conveniente, lo proponía en común, para que la sentencia verdadera, y examinada y aprobada por los votos de la mayoría y por las razones más eficaces, la abrazáramos todos a una.

La primera noche que nos reunimos se propuso la siguiente duda: si convendría más que después de haber ofrecido y dedicado nuestras personas y vida a Cristo Nuestro Señor y a su verdadero y legítimo Vicario, para que él disponga de nosotros y nos envíe a donde juzgue que podamos dar mayor fruto, ya sean (turcos), o indios, o herejes, o cualesquiera otros fieles o no creyentes, si convendría más, digo, que estuviéramos de tal modo unidos o ligados entre nosotros formando un solo cuerpo, que ninguna división corporal, por grande que fuese, nos separara; o si quizá no conviniera de este modo. Para que esto se aclare con un ejemplo, tenemos que el Sumo Pontífice envía ahora a dos de nosotros [Broët y Rodrigues] a la ciudad de Siena: ¿debemos tener nosotros cuidado de los que van allá y ellos de nosotros, y reconocernos mutuamente, o tal vez no cuidar de ellos más que de los de fuera de la Compañía?. Finalmente determinamos la parte afirmativa, es decir, después que el clementísimo y piadosísimo Señor se había dignado unirnos unos a otros y congregarnos, así débiles y oriundos de tan diversas regiones y costumbres, que no deberíamos romper la unión y congregación hecha por Dios, sino más bien confirmarla y asegurarla cada día más, agrupándonos en un cuerpo, y teniendo cuidado y comprensión unos de otros para mayor fruto de las almas, ya que para buscar con ahínco cualesquiera bienes arduos, la misma fuerza unida tiene más vigor y fortaleza que si estuviera fragmentada en muchas partes. Sin embargo, todo lo dicho y lo que se dirá, queremos que se entienda de esta manera: absolutamente nada afirmamos por impulso y ocurrencia nuestra, sino solo, sea lo que sea, lo que el Señor inspire y la Sede Apostólica confirme y apruebe.

Habiendo decidido y resuelto esta primera duda, se llegó a otra más difícil, digna de no menor consideración y providencia; a saber, si después que habíamos emitido el voto de castidad perpetua y el voto de pobreza en manos del Reverendísimo Legado de Su Santidad, cuando estábamos en Venecia, convendría emitir un tercero, o sea el de obediencia a alguno de nosotros, para que más sinceramente y con mayor alabanza y mérito pudiéramos cumplir en todo la voluntad del Señor, Nuestro Dios, y juntamente lo que libremente quiera mandar Su Santidad, a quien con sumo gusto habíamos ofrecido todo lo nuestro, la voluntad, el entendimiento, la capacidad, etc.

A fin de resolver esta duda, como después de haber orado y pensado muchos días, y nada nos ocurriera que satisficiere nuestros ánimos, con la esperanza en Dios, empezamos a discutir algunos medios para mejor resolver la duda. Y en primer lugar: ver si convendría que todos nos retiráramos a un lugar solitario y allí permaneciéramos treinta o cuarenta días entregados a meditaciones, ayunos y penitencias, a fin de que el Señor escuchara nuestros deseos, y se dignara fijar en nuestras mentes la solución de la duda; o si tres o cuatro, en nombre de todos, debieran ir allá para el mismo efecto; o si ninguno fuera al lugar solitario, que permaneciendo todos en la urbe dedicáramos la mitad del día únicamente a nuestro negocio, de suerte que hubiera más comodidad y amplitud para meditar, reflexionar y orar, y el resto del día lo empleáramos en los ejercicios acostumbrados de predicar y oír confesiones.

Finalmente, habiéndolo discutido y examinado, decidimos que todos permaneciéramos en la urbe, principalmente por dos razones: primera, para que no se produjera rumor o escándalo en la ciudad y en la gente, y se formaran el juicio —así suele ser la inclinación de los hombres a juzgar temerariamente— de que o habíamos huido, o tramábamos algo nuevo, o éramos inestables y poco firmes y constantes en lo ya comenzado. La segunda, que entretanto no sufriere daño el fruto que entonces veíamos se hacia grande con las confesiones, predicaciones y los demás ejercicios espirituales, y tan grande, que aun siendo cuatro veces más de los que éramos, no podríamos, como ni ahora podemos, satisfacer a todos. Lo segundo de que empezamos a discutir para encontrar el camino de solución, fue proponer a todos y a cada uno las tres siguientes preparaciones. La primera, que cada uno de tal modo se preparara con oraciones, sacrificios y meditaciones, que se esforzara por encontrar gozo y paz en el Espíritu Santo acerca de la obediencia, trabajando, en lo que depende de sí mismo, por tener la voluntad más aficionada a obedecer que a mandar, donde se siga igual gloria de Dios y alabanza de Su Majestad. La segunda preparación del ánimo es que ninguno de los compañeros hablara con otro de ellos acerca de esta cuestión ni le preguntara razones, para que por ninguna persuasión ajena uno se moviera o inclinara más a obedecer que a no obedecer, o al contrario, sino que cada quien buscara únicamente lo que en la oración y meditación sacara como lo más conveniente. La tercera, que cada uno hiciera cuenta de ser ajeno a esta congregación nuestra, y que nunca esperara ser recibido en ella, para que con esta consideración absolutamente ningún afecto lo lleve a opinar y juzgar más según tal afecto: sino, como extraño, expresara libremente su opinión acerca del propósito de obedecer o no obedecer, y finalmente con su juicio confirme y apruebe aquello que crea será mayor servicio de Dios y más segura conservación permanente de la Compañía.

Con estas previas disposiciones de ánimo, arreglamos que el día siguiente acudieran todos preparados para decir todos los inconvenientes que pudieran darse contra la obediencia, todas las razones que ocurrieran, y las que cada uno de los nuestros había hallado a solas pensando, meditando, orando, y cada uno por su orden manifestaba lo que había sacado. Por ejemplo, decía uno: parece que este nombre de religión u obediencia no tiene buena fama en el pueblo cristiano, por nuestros deméritos y pecados, como debía tenerla. Otro decía: sí queremos vivir bajo obediencia, quizá nos obligará el Sumo Pontífice a vivir bajo otra Regla ya hecha y establecida; con esto sucedería que, al no darse igual oportunidad y lugar de actuar en lo que toca a la salvación de la almas, que es lo único que buscamos después del cuidado de nosotros mismos, se frustrarían todos nuestros deseos, según nuestro juicio aceptos al Señor Dios Nuestro. Igualmente otro: si damos obediencia a alguno, no entrarán tantos en nuestra congregación para trabajar fielmente en la viña del Señor, en la cual, a pesar de ser tan grande la mies, se encuentran pocos verdaderos operarios, y muchos, así es la debilidad y fragilidad humana, más buscan su conveniencia y propia voluntad, que la de Jesucristo y la plena negación de sí. Igualmente otro de otro modo, y un cuarto, y un quinto, etc., explanando los inconvenientes que se ofrecían contra la obediencia. El día subsiguiente razonábamos en sentido contrario, aportando en común las ventajas y frutos de la misma obediencia, que cada uno había recogido en la oración y meditación; y, por turno, cada uno aducía lo meditado, sea llevando las cosas a lo imposible, sea afirmando sencillamente. Por ejemplo: alguno llevaba el asunto a lo absurdo e imposible. Si esta congregación nuestra tuviera el cuidado de cosas prácticas sin el suave yugo de la obediencia, sean sumamente difíciles, o causen conPues la soberbia tiene en mucho seguir el propio juicio y la propia voluntad, no ceder ante nadie, andar en cosas más grandes y admirables de lo que a sí conviene; a esto se opone diametralmente la obediencia; porque sigue siempre el juicio ajeno y la voluntad de otro, cede a todos, y se acompaña estrechísimamente con la humildad, que es enemiga de la soberbia. Y aunque nosotros hemos entregado al Sumo universal como particular, sin embargo no podría ocuparse de todas nuestras cosas particulares y que vayan ocurriendo, que son innumerables, ni, aunque pudiera, sería decoroso que se ocupase.