Autor

49625.jpgAlberto Ajón León (1948 - ). Narrador y periodista. Graduado de Profesor de Español y Literatura, en el Instituto Superior Pedagógico Enrique José Varona, en 1981. Ha ejercido la docencia como profesor de Español y Literatura en los niveles medio y superior. Desde 1987 labora en Radio Reloj, donde trabajó como corrector de estilo y se ha desempeñado como director de la Revista Semanal y redactor-reportero de esa emisora. Allí, además, imparte cursos de redacción para periodistas y locutores, actividad que también ha llevado a cabo en el Instituto Internacional de Periodismo José Martí.

 

Ha sido jurado en varias ediciones de los Encuentros de Talleres Literarios a niveles municipales y provinciales; así como en el Premio de Cuento Alejo Carpentier, en el Segundo Encuentro Científico de la Locución Cubana y en los Concursos: de Crónicas Enrique Núñez Rodríguez, Literario Rubén Martínez Villena de la Central de Trabajadores de Cuba (CTC), Luis Rogelio Nogueras, Ada Elba Pérez y Ernest Hemingway. Ha sido merecedor de la Medalla de la Alfabetización 1986, la Distinción Raúl Gómez García 1997, la Medalla Aniversario 40 de las Fuerzas Armadas Revolucionarias 1998, la Distinción Félix Elmuza 2003, el Micrófono de la Radio Cubana 2007 y el Sello Aniversario 85 de la Radio Cubana 2008. Representó a Cuba, como invitado, en la Feria Internacional del Libro de Santo Domingo 2011, en República Dominicana. Es miembro de la UPEC.

 

Su obra narrativa, que incluye cuentos y novelas, aborda, a través de una impecable y cuidada prosa, la realidad más inmediata, para así invitar a la reflexión sobre las angustias y esperanzas del hombre contemporáneo. Ha publicado tres libros de cuentos Después del rayo y del fuego, Ediciones Verde Olivo, 1995; Pesquisas en Castalia, Editorial Letras Cubanas, 1996; Saga de un hombre sentado, Letras Cubanas, 2008 y las novelas Ancora, Letras Cubanas, 2003; y ¿Qué bolá? (What´s up), Letras Cubanas, 2010.

 

Esta última nos propone, desde su título, el desafío de una mirada introspectiva. Más que un reparto de trabajadores habaneros, Alamar es, en esta novela, una alegoría cubana con la cual el autor persevera en su estilo aglutinador de la realidad, procurando mostrárnosla en su compleja amalgama y con un lenguaje polifónico en que la diversidad cultural de nuestro pueblo se revela en su consistente unidad. Sin ser arquetípicos ni caricaturescos, los personajes ilustran con sus nombres, apariencias y conductas, algunos aspectos de la variopinta sociedad de la isla, de tal forma que en ellos es posible que identifiquemos a algunos vecinos y nos reconozcamos nosotros mismos.

 

Dedicatoria

Para Fernando Florit Ajón, en pago

 

I

El cadáver, boca abajo, parece levitar como una alfombra de humo denso. El rostro no se ve, sino un atisbo de la nuca y del cuello, entre mechones dispersos de la corta melena. La angulosidad de los hombros, los brazos encogidos bajo el pecho, una pierna extendida, la otra ligeramente flexionada...

Conducía el viejo Austin por la Avenida de Rancho Boyeros hacia el aeropuerto José Martí, cuando la aciaga casualidad de que se le antepusiera un taxi con matrícula 888 hizo que Pancho Samsa se dijera que 8 significa muerto en la charada, y repasara las predicciones de Minina Minipeíto el día anterior. Al anticiparle el futuro en las barajas, la enana cartomántica le había asegurado, después de mucho vacilar, que entre el cuatro de bastos y el tres de espadas se veía el cadáver de una mujer que no era mujer.

—¿Mujer que no es mujer?

—Bueno, eso es lo que aquí se ve; las cartas no son siempre tan explícitas, hay que darles tiempo para que se aclare lo que ellas vaticinan.

Para complicar aún más el acertijo, la adivina diminuta agregó que era difícil determinar la identidad de la persona muerta, porque yacía boca abajo, la cara contra el piso.

—Da la impresión de un objeto equivocado en un marco escenográfico ajeno, como si un utilero ignorante o distraído lo hubiera colocado allí para sustituir al que reclama el libreto original. El cadáver que me muestran las cartas aparece tendido en la misma posición en que Tintoretto, para imprimirle al cuadro un movimiento circular, hizo levitar a Venus desnuda entre Baco y Ariadna, estos dos pudorosamente cubiertos solo en las partes donde no suele alumbrar el sol: ella tapada por un paño de pliegues disimuladores, él por sarmientos de pámpanos copiosos —dijo la mujercita recortada colocando con su mano casi infantil, sobre el blanco mantel, una nueva baraja—. El consultante se sintió aún más desorientado, pues aunque de Venus y de Baco había oído hablar cuando le indicaron dónde quedaba el monte de aquella y por qué era él un adorador del otro, nada sabía Pancho Samsa sobre Ariadna o Tintoretto, ni tenía noción de qué cosa era un pámpano ni un sarmiento. Tintoretto, veneciano cabal del siglo dieciséis, hijo de un tintorero, pintó ese cuadro famoso que algunos consideran como una de las obras más hermosas de su tiempo y que a mí (¡Dios me perdone!), por la gordura y distribución de los personajes, me recuerda a las tres vacas que dibujó Pisanello —le aclaró la pitonisa. Y Pancho Samsa pensó que sin duda se trataba de un verdadero cuadro, porque un hombre y dos mujeres en pelotas o medio encueros o con taparrabos, envueltos en carne o en lo que sea, con pliegues o sin pliegues, siempre han protagonizado eso que llaman ménage a trois, un pastelón para tres, un trío de olla, y ese pintor de tintorería era un calientapichas, un pornográfico, un locote al que le gustaba dar pincel y brocha gorda, demostración de que a la gente siempre le ha gustado calentarse mirando a otros o aprender observando a los demás... Pero ¿qué pinta él, Pancho Samsa, en aquel asunto? ¿Cuál es su relación con el cadáver de la mujer que no es mujer? ¿Quién es la muerta que no es muerta, o no está muerta, o está para morirse, o ya se murió...? Y si es mujer pero no es mujer, ¿qué carajo es entonces?...

Lo cierto es —se dijo Pancho al reanudar la marcha ronroneante del Austin cuando en el semáforo apareció el círculo de menta— que si Minina Minibollito no se olvida de que además de espiritista y cartomántica es Licenciada en Historia del Arte, va a perder la clientela; porque aunque tiene mucho acierto en la adivinación, no hay quien le adivine a ella las adivinanzas. En cualquier momento se lo decía: que no coma tanta mierda, pues la gente va a consultarla para saber a qué atenerse en el futuro y no para pasar un postgrado de artes plásticas. ¿Qué coño es eso de Venus y Baco y Tintoretto, todos encueros a la pelota? Hace poco le pronosticó la llegada de un hombre que venía de lejos, de allende la mar, y parecía un personaje pintado por Velázquez aunque tenía el aura de los retratos de Van Dyck... ¿Cuál Velázquez? ¿Qué Van Dyck? ¿Acaso se puede conocer el futuro con semejantes jerigonzas? Así, ni el pasado que pasó, ni el presente que está pasando, ni el futuro que está por venir... Días después lo llamó Yordanka desde California para anunciarle la visita de Billy Aglione, cineasta, ¿tú sabes?, al que debes atender como familia, ¿tú sabes?, porque a lo mejor llega a ser tu cuñado, ¿tú sabes? Pancho Samsa se enteró entonces de que su hermana se estaba durmiendo a un americano de Hollywood y no había renunciado a la aspiración de convertirse en estrella de cine, aunque para ello tuviera que acostarse con todo Sacramento, San Francisco, San Diego, la mitad de Los Ángeles más una legión de arcángeles y un ejército de serafines.

Desde pequeña Yordanka había sido así: luchadora, batalladora, campeadora por su respeto. Por eso Minina Minicriquita, que había correteado con ella por las escaleras del edificio cuando ambas eran niñas (la enana, por la estatura, más niña todavía), y que hasta le había servido de juguete a la amiguita (la diferencia de tamaños casi lo hacía inevitable), clasificaba a su antigua compañera de juegos como una auténtica descendiente de Aries con ascendencia en Tauro, residencia en Capricornio, casa en Escorpión y deseos de permutar para Leo.

—Yo sé bien lo que digo, y no solo por esta gracia de profetizar que Dios me concedió, sino porque soy una Leo de raza legítima y pura sangre, y de no haberme quedado tan bajita, hubiera subido hasta lo más empinado de este país. Pero vivimos en una época en que hay que tener estatura de rascacielos para sobresalir y dominar, aunque allá arriba, en la azotea, solamente haya agua, pararrayos y mierda de palomas. Yo no volaré tan alto como las águilas, pero no hay quien me saque del alma el espíritu de gavilana. Por eso puedo mirar por encima de los pensamientos de todos —dijo la pequeña sibila, y añadió, pasando sobre los naipes sus deditos ensortijados—: ¡Qué raro! Veo a tu hermana Yordanka disfrazada de Ártemis cazadora, apuntando hacia arriba con un arco y una flecha, como si posara para Praxíteles o para un cuadro de David. ¿Será modelo de algún artista posmoderno?

Pancho Samsa creyó más probable que su hermana hiciera de extra o de figurante en una película de asunto mitológico, o que anduviera ganándose la vida como una de esas estatuas ambulantes que van por calles y plazas imitando mármoles y bronces, concentradas en una inmovilidad que desafía la propia naturaleza a cambio de la propina contra el hambre. Esa visión le confirmó la idea de que la diminuta pitonisa descarriaba a los clientes con la pedantería del arte, y a lo mejor hasta perdía el don de ver el porvenir por atracarse con tan inútil estupidez. Para lo único que sirve el arte es para pavonease y sacarles provecho a otros más pavones —pensó Pancho en alta voz, como solía hacer cuando quería dar fuerza de sentencia a sus reflexiones.

El Austin se estacionó en el parqueo del aeropuerto con un corcoveo refunfuñón, como si protestara por el fin del paseo. Sin embargo, cuando Pancho Samsa descendió del automóvil, la armazón metálica resopló: parecía suspirar por haberse aliviado de un fardo insoportable. El gordo desentumió el corpachón hasta ese momento comprimido entre el timón y el asiento en un espacio que para él resultaba insuficiente, aspiró con fuerza la mezcla de bencina y aromatizante industrial que contamina el aire de extramuros en los alrededores de la terminal aérea, y trató en vano de ocultar el vientre que se le derramaba en un bolsón adiposo por debajo del pulóver. Con el estampado púrpura que, enarbolando un ostentoso corazón, pregonaba en el pecho su amor por Los Ángeles, ciudad que le era extraña y ajena, Pancho pretendía hacerse identificable para ese desconocido que, después de una estratégica escala en Cancún, estaba a punto de desembarcar en La Habana, la única urbe que a Pancho Samsa le resultaba familiar y entrañable en todo el planeta. La idea de ceñirse el pulóver del afectuoso estampado, (I56979.jpgL. A.), se le había ocurrido a Cecileydi, la mujer con la que venía compartiendo últimamente el apartamento de Alamar en provechosa mancebía: él le proporcionaba hospedaje y manutención aceptables, sin opulencia de palacete pero sin estrechura de mala choza, y ella, en pago, le sofocaba las urgencias sexuales y se encargaba de los quehaceres domésticos, intercambio que él hallaba justo y equitativo —lo más equitativo y justo a que hubiera accedido en toda su existencia—. Ponte ese pulovito que te mandó tu hermana, el del corazón rojo, para que cuando el tal Billy Aglione te vea con el letrero en el pecho sepa que tú eres su cuñado, sugirió ella. Pancho repuso que cuando Yordanka envió el pulóver él pesaba setenta libras menos, ahora le quedaría más apretado que un dedo de goma y se le saldría por arriba la papada y por abajo la barriga mondonguera, y se le notaría el ombligo botado, y se le vería la pelambre enmarañada desde las protuberantes tetillas hasta las mismísimas verijas. ¿Qué importa que se te vea? Estarás a la moda insistió Cecileidy, recordándole que en estos tiempos las adolescentas y los adolescentes lo usan todo cortiquito para que se les vea bien desde la Bahía de Nipe y el Golfo de Guacanayabo hasta Punta Gorda y Cayo Rapado, porque inclusivemente los varones también se afeitan los sobacos y el pecho y las piernas y los güevos y las nalgas... Pero ellos tienen quince años, reparó Pancho. No obstante, se dejó convencer con el argumento de que, tal como puede verse en las películas, en el extranjero la gente lleva carteles a los aeropuertos cuando van a recibir a viajeros que no conocen, contrimás un cartelito en el pecho. Por eso estaba Pancho Samsa a la salida de la terminal aérea exhibiendo el ombligo protuberante y sosteniendo, además, entre las manos, un letrero con el nombre de Billy Aglione, pues con las indicaciones de Yordanka jamás reconocería al visitante entre doscientos pasajeros: ¿Tú sabes?, se parece a Robert de Niro pero con el aire de Clint Eastwood, ¿tú sabes?, aunque por el tabaco te va a recordar a Edward G. Robinson, you know?, había dicho su hermana al otro lado del teléfono. ¡Ni que ella fuera Minina Minipapayita para despistar a los demás con semejantes comparaciones! Fuera de Bruce Lee, y eso porque es un chino que cuando va a patear maúlla como un gato, Pancho era incapaz de identificar a los actores por sus nombres.

 

Cecileydi Valdespino subió a dobles trancos hasta el piso de arriba. Por los ruidos que había escuchado justamente sobre su cabeza, infirió que ya Horacio Raboemulo se hallaba en el apartamento de los altos. Advertida del refinamiento y la buena educación del vecino, llamó a la puerta con una delicadeza de nudillos que la enterneció a ella misma, pero como no percibió ningún sonido desde el interior, insistió con unos golpes que acreditaban su presencia ineludible. Como tampoco hubo cambios tras el segundo intento, perseveró nuevamente, golpeando esta vez con el puño en la madera, al parecer con intenciones de hacerse notar en todo el edificio y en los inmuebles aledaños.

En el momento en que las llamadas empezaron a repicar en su puerta, Horacio Raboemulo se disponía a darse un baño que le sacara de encima los vapores del día, los calores de una jornada rutinaria en el Instituto de Medicina Legal y la urticante persistencia del formol en las narices y en toda la piel. Primero pensó en desentenderse de unos toquecitos como de subrepticio vendedor de mercaderías de procedencia sospechosa, luego intentó desoír un redoble que parecía anunciar al inspector sanitario que suele venir en busca de criaderos de aedes o anofeles, después se dijo que no le abriría al presunto cobrador del agua o el gas o la electricidad que pretendía descerrajarle la puerta con unos porrazos apremiantes, pero cuando los golpes le recordaron el ariete y las patadas de la policía neoyorquina en un filme de Brian de Palma o de Richard Donner, se enrolló la toalla en la cintura y fue a encararse con el desconsiderado que, según la energía con que estaba aporreando la entrada, amenazaba con asaltarle la vivienda. Abrió para permitir solo un espacio por donde asomar la cabeza, mientras ocultaba tras la puerta el cuerpo desvestido. Pero Cecileidy lo empujó resueltamente y se introdujo como una predicadora en misión proselitista dispuesta a ganar su voluntad y su alma aunque fuera a repelones. Plantada en medio de la sala-comedor, la muchacha observó de pies a cabeza a un Horacio perplejo que procuraba afirmar con una mano el improvisado nudo que le sujetaba la toalla en la cintura, en tanto con la otra vacilaba entre cubrirse el pecho o taparse el promontorio que se le notaba por allá abajo, entre las piernas.

—No tengas pena, chico; por ahí se ve mucho más. La gente lo enseña todo sin complejos. Yo me voy enseguidita... —dijo ella de un tirón y evaluando de una ojeada el apartamento, donde nunca antes había podido entrar: el modesto juego de sala de armazón de hierro y asientos de tapiz oscuro, el librero donde los volúmenes se apilaban unos sobre otros según su tamaño, el Quijote de yeso que coronaba el estante superior, la reducida mesa de comedor y sus cuatro sillas, la reproducción de la Gitana Tropical en una pared, en otra el póster de una puesta en escena de Hamlet. Cecileydi pudo comprobar además que su vecino estaba solo.

—Es que... Bueno, yo... ahora iba...

—No te preocupes, lo mío es rapidito rapidito. Es una duda que tengo y me dijeron que te preguntara a ti, porque tú siempre andas con libros, y vas al Festival de Cine, y te acuestas tardísimo viendo películas por televisión y eso. Yo no, a mí enseguida se me caen los ojos y me entra una sueñera de lo que no hay remedio, y para estar despierta hasta tarde tienen que ponerme películas de Silvestre Talones, el de los ojos alicaídos, y del otro fuertote que se le parece, el caricuadrado... Arnoldo Sechalnegro... sí, sí, ese mismo. Esas películas tienen mucho movimiento y no hay que leer tantos letreritos. A mí no me gusta leer ni la pizarrita de la carnicería, que es el escrito más corto que hay en este país. Por eso Pancho se ríe de mí y dice que yo veo televisión nada más que cuando salen machos... Pero, bueno, bueno, a lo que vine, lo que me trajo, lo que me interesa es que me digas lo que sepas de un tal Billy A-glio-ne... —concluyó Cecileidy leyendo de un papelito que se extrajo del escote, de entre los senos.

El joven Horacio nunca había oído del tal Billy... ¿qué?... Aglione. Imposible saberlo todo en la industria del cine si uno no trabaja en eso; menos aún las nóminas porque, como usted puede ver en los créditos, esa lista de nombres que aparece al principio y al final, son tantos trabajadores como en una fábrica, y a veces más que en una fábrica; porque en realidad el cine fabrica sueños. O pesadillas... Él, Horacio, no pasa de ser un simple aficionado. (Además, con la tendencia a alterar nombres que había detectado en el discurso de su vecina, quizás el susodicho Billy desciende de la famosa Taglione, o es conocido de otro modo y nunca se sabrá a quién se refiere esta mujer). ¿A qué se dedica ese señor...? ¿Cómo dice usted que se llama él?... ¡Ajá! ¿Qué es lo que hace? ¿Es director, actor, productor...? ¡Ah, escritor!... Horacio solo era capaz de citar a uno o dos que consideraba memorables entre los cientos de guionistas de Hollywood. Pero en las embarazosas circunstancias en que lo había acorralado Cecileydi, hallándose él casi desnudo y con el baño trunco, suelta la melena, indignamente enrollado en una toalla, sintiéndose asaltado, embestido, su memoria parecía borrada, o más bien comprimida bajo un enorme bloque que le impedía destrabarse. En tales condiciones hubiera desaprobado el examen más elemental. Lo único que se le ocurrió para deshacerse de la muchacha fue prometerle que averiguaría cuanto pudiera acerca del incógnito personaje. Yo le aviso si me entero de algo...

Cecileydi regresó descorazonada a su apartamento. Necesitaba en ese instante la información sobre Billy Aglione, porque en cualquier momento se aparecía Pancho Samsa en el viejo Austin cargando al americano desde el aeropuerto, y si ella no sabía de antemano a qué atenerse con el visitante, cómo tratarlo, de qué hablarle, cuáles eran sus gustos, qué comidas prefería... el hombre podía llegar a creer que ella era una burra, una estúpida, una ignorante sin mínima educación y sin cultura... ¡La verdad es que esa Yordanka, esa hermana de Pancho, es campeona olímpica del abuso y la desconsideración! ¡Como si no supiera lo malas que están las cosas por aquí para encasquetarnos la visita de un americano! ¿Por qué no zumbó al tipo para un hotel o para una de esas casas donde alquilan cuartos a extranjeros? Claro, el gordo estuvo de acuerdo sin protestar: ¡Sí, sí! ¡Qué venga! ¡Qué venga! Con el cuento de que el dinero ahorrado por restaurantes y transporte y hospedaje queda para nosotros, a la que jeringan es a mí, porque en esta jugada no puedo opinar ni me toca nada: la casa es de Pancho; el carro, aunque sea un tareco viejo, es de Pancho; el dinero lo manichea Pancho... Después de todo, el cuñado es de Pancho. Ese es su paquete, su maletín, su mochila, y tiene que cargar con él. Pero es a mí a quien le toca limpiar, cocinar, fregar y, a lo mejor, hasta lavarle los calzoncillos al yuma... ¡A saber si tiene una de esas enfermedades venerreicas que no se curan! Pero eso es lo que menos le preocupa al gordo. Si hay dinero por el medio, es capaz de vender los huesos de su padre. Hasta llegó a decirme que si el americano da a entender que le gusto, yo no lo piense dos veces. Pero menos de cincuenta dólares no le cobres. Cuando vio la cara que puse se echó a reír, diciendo que era una jarana, una jodedera. Aunque si él te lo propone, métele caña, y me das la mitad. Y volvió a soltar la carcajada. Óyeme bien, so tarrú: si quieres meterte a chulo, ve y saca a tu madre de donde está y ponla a putear... Creo que no debí decir eso, porque se quedó muy serio, muy callado, le cambió la cara. Yo no lo había visto así en más de un año que llevamos juntos. Hasta pensé que me iba a sonar un gaznatón. Pero si él quiere que yo respete a su mamá porque ella es una santurrona, a mí también me tiene que respetar, ¿qué coño se cree él? Conmigo el asunto no es dale al que no te dio, ni si me das te doy, ni dale antes que te den. La cosa conmigo es bien distinta y diferente: lo mío es dando y dando. ¡Acostarme yo con un viejo por cincuenta dólares churrupientos! ¡Por muy extranjero que sea y mucho perfume que se eche! ¡Y encima, tener que darle a Pancho la mitad!

Ya avanzada la noche, el vetusto Austin se detuvo frente al edificio de Alamar con su tos de anciano fumador. Durante la travesía, el pasajero americano había tenido un aciago estremecimiento al recordar el Porsche 550 Spyder en que James Dean se estrelló contra un Ford en septiembre del 55. Ese día se decidió el futuro de Billy Aglione, entonces otro rebelde sin causa y admirador del accidentado actor. En homenaje a su ídolo no se dedicaría a la narrativa de ficción, ni a las crónicas de viaje, ni al periodismo deportivo, alternativas que venía considerando en esa época, sino a escribir para el cine, escribir guiones de filmes que expusieran la cotidiana opacidad de la vida en Estados Unidos y no la rutilante pedrería de las comedias musicales, que no obligaran a Charlton Heston a besar la gran boca irresistible de Sofia Loren en un beso que jamás se hubieran dado los verdaderos Cid Ruy Díaz y su esposa Jimena, películas sin heroínas fatales que despertaban maquilladas al mediodía ni héroes invulnerables que jamás perdían la gomina del peinado. Pero la industria había ido moliendo aquellas pretensiones juveniles. Solo había escrito el libreto de unos pocos filmes que nadie recordaría. Ahora, al final de su viaje, llegaba a un suburbio habanero llamado Alamar, en un Austin anterior a la Segunda Guerra, sobreviviente además de la guerra fría, que al depositarlo aún vivo en tierra le hacía recordar el pueril entusiasmo de Marinetti: Un automóvil ruidoso es más bello que la Victoria de Samotracia. Lo cierto es que él no le veía la belleza por ninguna parte.

La puerta del primer apartamento de la planta baja, el más próximo a las escaleras, se abrió de inmediato para enmarcar a tres ancianas de inofensiva apariencia y semblante bondadoso que, con el pretexto de colocar un cartel a la entrada de su casa, se apostaron para evaluar al sujeto que venía conducido por Pancho Samsa. En el apartamento de la banda contraria, subida a un banquito que habitualmente le servía de escabel para estos menesteres, la diminuta Ferminia Zapata, más conocida en Alamar como Minina Minipeíto, Minibollito, Minicriquita..., observaba por la mirilla aguardando el paso de los recién llegados, para confirmar si la visión que le habían anticipado las barajas acerca del que viene volando sobre el mar se correspondía con el aspecto real del viajero. En uno de los balcones del primer piso aparecieron Ismael, la Jabá y sus seis muchachos: la mujer, con el vientre abultado de una nueva concepción, y el hijo más pequeño a horcajadas en la cadera; todos lucían una expresión de regocijo que los uniformaba como a un coro a punto de irrumpir en aleluya de bienvenida. En el balcón contiguo, agitada y nerviosa como escolar en primer día de colegio, Cecileydi Valdespino se retocaba el peinado y ensayaba nuevamente maneras de gran señora para recibir al visitante. En el segundo piso, atraído por el murmullo diferente que ascendía hasta su apartamento, Horacio Raboemulo se asomó un instante para regresar de inmediato al asiento frente al televisor, luego de echarle una ojeada a ese cineasta del que le había hablado la vecina por la tarde. En el balcón aledaño perseveraron curioseando Cacha Loti, una gorda de hiperbólica obesidad, y su hijo, joven de expresión distante. Más arriba, seguidos por una gatería que les obstaculizaba el paso, aparecieron Hermenegildo y Genoveva, una pareja que vista desde abajo no revelaba las desproporciones entre ambos: los largos brazos y el alto pescuezo de él, las cortas extremidades y la ausencia de cuello de ella. En el balcón paralelo Alma Hurí refulgía por su maquillaje y vestimentas de corista a punto de salir al escenario, y fingiendo una mundana indiferencia ante la llegada del extranjero hacía ondular al viento, al estilo de Rita Hayworth, su decolorada cabellera. Solamente los balcones del último piso permanecieron cerrados: poco puede importarles a Tirio y Teresa, un matrimonio de ciegos de edad madura, la llegada de un viajero, aunque sean Marco Polo o Vasco de Gama. En el otro apartamento, a través de las persianas semicerradas, se asomaron los ojos pequeños de Narciso el Viejo, atraído por la ruidosa animación de sus vecinos.

Billy Aglione bajó del auto y, al levantar la mirada hacia el edificio donde sería hospedado, experimentó la emoción atribuible a un empleado de correos londinense que, al final de un trayecto entre colinas y pueblitos campestres, ve emerger de repente en el paisaje la mansión victoriana de un noble parlamentario que ha condescendido a invitarlo para una partida dominical de cricket. Semejante comparación, que a cualquiera pudiera parecerle rebuscada, procedía en primer lugar de una cultura cinematográfica personal por la cual el recién llegado privilegiaba los filmes ingleses que reconstruían el siglo diecinueve y los primeros años del veinte. En segundo término, de su propio origen humilde, que en la juventud, mientras iba de un estudio a otro con sus guiones bajo el brazo, lo impelió a modestas ocupaciones y humillantes servidumbres en un mundo en que se había hecho insoluble la paradójica ecuación a mayor plusvalía menos valores. Y, finalmente, porque a las aprensiones y cautelas con que abordó el avión cubano en Cancún para un viaje con el encanto de lo furtivo dadas sus numerosas precauciones contra aduaneros y funcionarios del Departamento del Tesoro desde San Diego hasta Quintana Roo, se agregaban las sucesivas sorpresas de sus instantes iniciales en la capital de la isla prohibida. La primera, en la misma terminal aérea habanera, el recelo de inspectores y oficiales, quienes auscultaron con pormenorizado detenimiento la documentación y el equipaje de Billy Aglione, tal vez tratando de descubrir evidencias que lo incriminaran como agente de la CIA, anticomunista de Miami, activista de New Jersey, terrorista internacional, traficante de drogas o fugitivo de Interpol. Después, el encuentro con un individuo desproporcionado, de cabeza porcina, extremidades esmirriadas y un vientre que comenzaba a abultarse desde la papada para desparramarse donde debería hallarse la cintura, y que decía ser el hermano de Giovanna, a la que en cháchara imparable llamaba invariablemente Yordanka. Luego, ese Austin of England de antes de la Segunda Guerra, una reliquia de las que ya solo se ven rodar algunas en el cine, antecesora de la que condujo Anthony Hopkins en The servant, y que le hizo temer una desgracia al recordar el Porsche gris plateado de James Dean. Montar en ese coche y ser trasladado a través de una ciudad tan extravagantemente desigual era como viajar zigzagueando en la máquina del tiempo de H. G. Wells. Finalmente, al llegar, encontrar a toda esa gente asomada a puertas y balcones del edificio como si lo honraran con una inesperada recepción a la que solo le faltaran la hogaza de pan de centeno, el queso de leche de cabra y la sal, o los ramos de palmera y el Hosanna. Ciertamente, no había arribado a la mansión victoriana de un lord de la Cámara, pero el entusiasmo de Billy Aglione se asemejó por un instante al del empleadillo de correos que va a jugar cricket en la casa aristocrática durante un domingo de condescendencia burguesa. Y para abrumarlo más, esas adorables ancianitas sonrientes que salieron a la entrada del edificio, al parecer a saludar al recién llegado como un comité de bienvenida, portando en las manos un cartel escrito a mano. ¿Qué decía el letrero de torpes caracteres? Billy Aglione se empeñó en descifrarlo valiéndose de su español californiano, cuando ellas pegaron la cartulina con engrudo casero entre otros avisos manuscritos y recortes impresos, sobre un rectángulo de madera adosado a la pared, profusamente ornamentado con flores y guirnaldas de papel, y coronado por la palabra Mural. En el cartel estaba escrito: Más vigilancia revolucionaria frente al enemigo.